lunes, 8 de octubre de 2012

LA CULTURA DEL FUTBOL



Tengo una teoría: el fútbol nos ayuda a dividir el tiempo, a compartimentarlo, a dominarlo. No digo que los muy futboleros ordenemos nuestra vida en torno al fútbol, no, sino que la vamos (re)construyendo con el fútbol como apoyo, en el sentido de la memoria individual y colectiva, del relato sobre el transcurrir del tiempo propio e histórico. En este sentido, innegablemente el fútbol es una cultura (aún cuandoSantiago Segurola negaba este punto en una reciente entrevista), es decir, un cierto modo de ordenar el mundo, de comprenderlo, de asimilarlo. También, para reforzar la culturalidad del asunto del balón, el fútbol en este mismo sentido es un factor de creación de una comunidad, la de los futboleros, aquellos que, por poner un solo ejemplo, saben perfectamente donde estaban y qué hacían el día que el Ajax de Van Gaal se coronó campeón de Europa y, desde este recuerdo, son capaces de reconstruir aquel tiempo vivido, los que fueron sus sentimientos, sus ideas, su manera de ver la vida y el mundo.

Esta gran comunidad de futboleros del mundo está dividida a su vez en subculturas. “Ferver Pitch”, de Nick Hornby, sería por ejemplo una suerte de relato fundacional para los gunners, que obviamente ya existían previamente pero que en torno a ese texto quedan por siempre preservados. Un día, en alguna facultad de antropología, quizá alguien escriba una tesis sobre lo que suponía ser del Arsenal en la Inglaterra de finales del s. XX, en la era pre-Wenger, cuando en Highbury el balón volaba por encima de la mayoría de las cabezas presentes, como una idea imprecisa o como una estrella fugaz a la que seguir.
Pero el gran relato fundacional de cada cultura futbolera no es un libro por supuesto, e incluso ni siquiera un club de fútbol, sino que es, como no podía ser de otra manera, un partido de fútbol. Es en los partidos, en esos “textos”, que, como la Biblia o el Corán, se someten a cientos de interpretaciones todas válidas y necesarias, donde se forman grupos de personas que en lo relativo a ese asunto se entienden como iguales y se proyectan hacia los demás como tales. Algo tienen determinados partidos que, como los grandes textos, son capaces de aglutinar en torno a sí diferentes sensibilidades, modos de entender la vida, de interpretar el mundo. Algo tienen, cuando hay personas que sienten que en ese momento preciso del tiempo y en ese estadio, de alguna manera se manifestó un modo de ser, una identidad.
Un ejemplo personal: el partido Francia-Alemania del Mundial 82, donde los Platini, Tigana y compañía fueron injustamente derrotados por un grupo de malvados liderados por Harald Schumacher. Yo tenía siete años, no más, pero cada lágrima que derramé cuando finalizó la tanda de penaltis fue por la (temprana y existencial) consciencia de que en la vida no hay lugar para la justicia, algo que se refrendó en México 86. Yo logré pasar página (al fin y al cabo me siento futbolísticamente francés del mismo modo que literariamente ruso, es decir, tengo por suerte tantas nacionalidades futbolísticas como literarias, que me permiten no sufrir más que lo necesario, cambiar de texto, de libro) pero de algún modo los seguidores franceses no lo hicieron definitivamente hasta que Francia levantó la Copa del Mundo en París en 1998. Durante esos dieciséis largos años, cada día, en algún lugar de la enorme Francia, alguna persona recordaba lo que sucedió mientras Battiston –a la postre el único francés que no fue testigo de la tragedia- dormía un sueño no buscado. Esa es la interpretación que di en su momento a la obra del colectivo de artistas y arquitectos Pied La Biche que abre este texto, en la que recreaban ese momento histórico en diferentes lugares de los suburbios de una ciudad francesa cualquiera. En Francia, en todo momento en algún parque, en algún ascensor, en algún metro, el algún espacio de la rutina francesa, emerge ese momento, reviviéndose cada penalti con idéntica tensión y angustia. Dicho de otro modo, ser francés en los ochenta y los noventa es tener en mente de alguna manera a Battiston y Schumacher.
Cuando hablas con un futbolero de esos en los que el tuétano de sus huesos es del mismo color que la camiseta de su equipo, pronto comprendes que su pasión nació y ha crecido a partir y en torno a momentos claves, a partidos inolvidables. Si exagera (o si es un exagerado) dirá que tal y tal encuentro fueron los momentos más felices o tristes de su vida. Si se extiende, encontrará también ejemplos de todo lo que se puede y debe vivir (la injusticia, la amistad, el honor, la traición, el fracaso, etcétera) acontecidos sobre el verde. Tan profundo y tan simple es el fútbol.
Recuerdo una entrevista a Raimundo Amador que decía que cuando era pequeño en su cuarto había dos posters, uno de Camarón y otro de Jimi Hendrix. Y con aquella frase resumía todo un fenómeno musical como el nuevo flamenco, del que Pata Negra era un modelo. De la misma manera, a la hora de interpretar el fútbol, de retratarse el modo de ver la vida a partir de él, los futboleros siempre tenemos dos posters. El heredado (la tradición en la que hemos crecido, nuestra cultura en el sentido de dónde nacemos, las banderas de nuestros padres) y el que nosotros compramos aún a riesgo de que nadie en nuestro entorno lo comprenda, héroes admirados desde lo personal, no lo colectivo. Así avanza el mundo, en un lugar donde nacemos y un camino que recorremos solos, pero siguiendo a otros que nos indican un camino. Por ello, no es el mismo lector el de hoy y el de hace veinte años. Tampoco el hincha es el mismo. El estrato cultural en el que creemos ha variado.
Escribe aquí hoy uno que dejó la habitación de la casa de sus padres con veintitrés años, con un amarilleado póster del Athletic de los años ochenta (Zubizarreta, Sola, De la Fuente, De Andrés, Goikoetxea o Argote son nombres que salen de mis labios con sabor a magdalena y té), rodeado en sus cuatro esquinas por otros de jugadores como Jay Jay Okocha, Jan Wouters, Ian Rush, Romario, Nwankwo Kanu, Erwin “Platini” Sánchez, Faustino Asprilla, Vinnie Jones o Gaston Taument y tantos y tantos otros que, cuando llegan a mis oídos pronunciados por otra persona sé, inmediatamente, que quien tengo delante es uno de los míos.
Y ese es el último argumento para demostrar que el fútbol es cultura. El del lenguaje, con el que se crea mundo, que todos nosotros compartimos y a través y gracias al cual somos lo que somos.







"Siempre les digo a los muchachos que el fútbol para nosotros es movimiento, desplazamiento. Que hay que estar siempre corriendo. A cualquier jugador, y en cualquier circunstancia, le encuentro un motivo para estar corriendo. En el fútbol no existe circunstancia alguna para que un jugador esté parado en la cancha".

GALDER REGUERA OLABARRI.
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